'Cerrar los ojos', una nueva obra maestra de Víctor Erice

 



La riqueza de Cerrar los ojos es casi inabarcable y, aun así, se convierte en toda una experiencia cinematográfica que sobrepasa el intelecto y va directamente a la emoción. Imágenes que se transforman y cambian al espectador sentado en la butaca. 

Esto que puede parecer puramente sensorial y subjetivo es lo que acaban provocando las imágenes de la última película de Víctor Erice, y que apenas se pueden expresar en palabras. Si la imagen-movimiento de Deleuze existe, obviamente la cinta del realizador está repleta de ellas. Mueve y conmueve. Se mueve y nos conmueve.

No va a ser esta una crítica que alabe las multi-referencias que contiene Cerrar los ojos. Ya son muchas las que no dejan de hablar de sus guiños a ese Embrujo de Shanghái que no pudo dirigir por desavenencias con Marsé o la inacabada, pero igualmente espléndida El sur. Y es que Cerrar los ojos se disfruta también sin ese conocimiento. Es para ese espectador que no tiene idea de lo que rodea a Erice y su cine para quien va dirigida esta reseña.

Cerrar los ojos son varias películas en una. Por un lado, la que da inicio al film. Ese fragmento de la película rodada por el actor Julio Arenas (José Coronado), que interpreta un personaje al que le encargan la misión de ir a china a buscar a la hija de un burgués. Esa fue la última vez que se vio al actor en pantalla y con vida. A partir de allí, empieza una segunda película, la trama central, en la que un director de cine en horas bajas, pero muy bajas, Miguel Garay (Manolo Solo), decide emprender la búsqueda de su amigo, tras participar en una especie de Quién sabe dónde sobre el intérprete.

Se abre allí un nuevo mundo. Una búsqueda sin tregua de la imagen perdida, del cine perdido, de la memoria perdida. En ella, Víctor Erice filmara cada escena como si de un tableau vivant se tratara, como si cada plano fuera un cuadro de una composición tan milimetrada y perfecta que impacta en el espectador. Y a pesar de todo, toda esa perfección deja pasar el poder de la imagen, su significado. No hablamos de las referencias fílmicas e intelectuales que también esconden, sino del shock emocional que causa en la mente del espectador.

A pesar de que la película dura 169 minutos (cuando iban a ser casi el doble), Erice consigue hipnotizar al espectador con cada frame. Cada paso que da Garay es un paso a desempolvar nuestra memoria y a su vez de demostrar la capacidad de recordar que nos ofrece el cine. Si es que todavía lo tiene.

Erice no duda en mostrar su lamento por la cantidad de imágenes fugaces y vacuas que nos rodean, llenas de sensacionalismo e impacto que duran tan poco como una Storie. En contraposición, sus imágenes se quedan grabadas, marcadas en la retina del espectador que les da significado, porque no hay un plano que sobre, no hay una escena vacía, ni una imagen sin contenido. Y atención, no hablamos de contenido como un mensaje panfletario, sino que cada fotograma está allí por una razón, la de hacer avanzar la historia, nuestra Historia, que es también la del cine que nos ha hecho y visto crecer.

Erice no quiere oír hablar de que esta es su película testamentaria. A sus 83 años tiene mucho que contar. Pero no sólo con palabras. Su lenguaje es el cine. Un cine que parece olvidado, como ese proyector viejo en una sala de pueblo cerrada. ¿Cómo nuestra memoria?

Con el mismo empeño que Garay para seguir los pasos de su amigo desaparecido, el realizador vasco indaga entre las imágenes que le han formado como cineasta y como persona y las ofrece renovadas, mejoradas y resignificadas para que el espectador pueda (re)conocerlas. Cerrar los ojos se convierte así en un gesto que sirve para repensar lo que se ha visto y vivido. Para buscar en el espectador y el propio director esas imágenes que fueron o pudieron ser. Para encontrar otras imágenes en nuestra memoria que tal vez teníamos olvidadas y que nos explican a nosotros. Unas imágenes de nuestra realidad o de las realidades que nos ha mostrado el cine a lo largo de su historia y que también sirve para explicarnos y conocernos. Y así, al abrir los ojos darnos cuenta de que el cine forma parte de nuestra memoria, forma parte de nosotros y que nos ayuda a saber quién somos, cómo somos y por qué somos así. Cerrar los ojos deviene entonces una obra de arte hecha imagen-movimiento. Deviene entonces memoria y realidad al alcance de la mano. Sólo hace falta que la queramos extender y aferrarnos a ella. Aunque nos duela.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Festival de Cannes: "Grave (Raw)" de Julia Ducournau

Bayona, ¿te acuerdas de Godard?

'Perfect days', un regalo de Wim Wenders