'La habitación de al lado': tras el rastro de Almodóvar
Me cuesta entender la gran acogida de crítica e incluso el León de Oro en Venecia a la nueva película de Pedro Almodóvar. Quiero pensar que es por los aires a despedida que deja intuir en sus recientes films el español y que hace que las palabras de sus personajes parezcan las suyas propias. Para lo bueno y para lo malo. Siempre ha sido así, es cierto, pero este primer largometraje en inglés suena a todo lo que uno temía que pudiera pasar, que casi nada fluyera.
Los rasgos distintivos de Almodóvar están: mucho melodrama, música de Alberto Iglesias, colores intensos, hermosa fotografía, escenarios que parecen exagerados en su decoración, referencias múltiples y dos grandes actrices. Todo eso que ha hecho tan especial a Almodóvar está en La habitación de al lado. Se diría que casi literal, porque parece que es al lado, en algún lugar cercano, donde se ha de ir a buscar al realizador, el contenido que hacía todo aquello tan especial. La decoración, los colores y el drama están, pero más que nunca se ven como marca, como un garabato que nos recuerda que el director está ahí, pero en realidad, ahora sólo es una mancha, una firma en la pared que no adquiere cuerpo. El espectador se empeña toda la película en hallarlo y, a medida que avanza el film, agotado, se da cuenta de que aquí, en su periplo estadounidense, desde luego, Almodóvar no está.
Queda muy sentencioso e incluso contradictorio respecto al inicio del párrafo anterior, pero lo cierto es que a pesar de que el espectador vea todo lo almodovariano en la cinta, la esencia, aquello que convertía en especial a sus películas se ha perdido en la habitación de al lado o en su deseo de ser más evidente en sus planteamientos político-sociales.
Algunos afirmarán que eso lleva años sucediendo, pero no se trata de remontarse a los 80s y llorar a ese Pedro divertido. Si uno mira La habitación de al lado habiendo visto Todo sobre mi madre, Hable con ella, Volver o incluso Julieta, se da cuenta de que en esta nueva película algo falla. Algo no está. Falta frescura y sobra explicación. Escasea la originalidad y hay exceso de discurso. En definitiva, se echa de menos a Almodóvar. Pero como también a esta reseña le falta contexto, he aquí un poco.
La habitación de al lado narra la historia de Martha (Tilda Swinton), una periodista de guerra al borde de la muerte, que pide a su antigua amiga Ingrid (Julianne Moore) que la acompañe en sus últimos días. Fin. Basándose en la novela de Sigrid Núñez, Almodóvar depura su estilo hasta dejar a la vista la estructura. El problema es que está ha pasado de ser de ladrillo, como pasa en España, a ser de madera, más común en Estados Unidos.
El guion de la película es tan obvio, está tan sumamente cargado de discurso político que, por momentos, uno piensa que le han pagado por meter con calzador estos mensajes. Eso sería lo único que salvaría a Almodóvar. El problema es que no es así. El director piensa así, y está en su derecho, el problema es que fuerza las escenas y las situaciones para hacer decir a los personajes lo que él piensa sobre la eutanasia, la religión e incluso la política. Sin sutilezas. En medio de un drama como el que viven sus protagonistas, les hace decir unas líneas que parecen más de miting político o tertulia televisiva que de dos personas que se encuentran en esta situación.
El espectador no puede más que reírse, molestarse e incluso taparse los oídos, porque no da crédito a que Almodóvar sea tan obvio. Él, que sacó a flote las pasiones más bajas de las personas y se las escupía en la cara; él, que se reía con esos topicazos políticos que lanzaban sus personajes, ha devenido una réplica de sí mismo sin gracia ni impacto en el espectador. Un espectador que, primero, siente que le quieren vender unas ideas y no una historia, y dos, no puede llegar a conectar con los personajes, porque el viaje queda interrumpido por estas charlas sobre el derecho a la vida que, si bien uno comulga con ellos, aquí suenan impostadas, fuera de la realidad y de la trama misma.
Lo que antes era bienvenido y quedaba camuflado en la trama, ahora resalta sobre ella. Hasta el punto que parece un pósit sobre el guion, no te deja ver lo que pone en el papel. Swinton y Moore tienen que hacer la papeleta y ponerle el cuerpo y sus dotes de intérpretes. Lo logran. Y por ellas se salva el film.
Es cierto, como he repetido, que quedan los escenarios, unos paisajes e interiores filmados con encuadres calculados, imposibles y significativos. Pero, igual que a la protagonista de la cinta, se los ve en su camino hacia la muerte. Son como cuadros de naturaleza muerta en formato y colores pop. No añaden nada, más allá de ser la forma y firma de un autor, aquello que evidencia el sello Almodóvar. Poco más, no hay sutilezas. Hasta se repite en tres ocasiones las frases del final de Dublineses (John Ford, 1987), se mencionan expresamente nombres de cuadros y libros que luego son filmados o referenciados. Todo eso parece más un subrayado que otra cosa. Y así es como, poco a poco, Almodóvar, queriendo ser almodovariano en inglés, acaba siendo solo un decorado, una marca, una estética, una estructura tan débil, tan de madera, que uno teme que prenda fuego breve y acabe reduciendo toda una obra a cenizas.
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