'The brutalist', una impresionante película a nivel visual que desbarranca
Analizar The brutalist casi que requiere separar partes. Como la película. La primera es una película que captura, especialmente, por su imagen. Desde la llegada del barco László Tóth (Adrien Brody) a Ellis Island, con un plano de la estatua de la libertad que viene a resumir de lo que la película, hasta que llega el intermedio, plano a plano es un canto a la buena fotografía, a la técnica, a los 70mm y a la VistaVision. Los planos valen por sí solos.
El cineasta Brady Corbet demuestra que una película así merece la pena ser vista en pantalla grande, con algo de grano, para poder ponerse en la piel de lo que sucede y devolviendo al cine su majestuosidad.
En la segunda parte también se deja notar. El viaje a las curvas de mármol de Carrara, la fiesta final e incluso el momento previo al epílogo están cargados de emoción, decadencia y brutalidad. Y ya cuando el epílogo recorre el edificio monumental que ha creado el protagonista y se explica su significado, uno puede verse dentro. Tanto como en la primera parte ha podido apreciar la magnitud de la biblioteca que el arquitecto construye para Harrison Lee Van Buren (Guy Pearce). A nivel técnico y visual, la cinta es cercana a la perfección.
Pero The brutalist no es una película de arte y ensayo. Es una película con voluntad de ofrecer algo más, sí, pero completamente narrativa. Y así debe juzgarse. Por tanto, el guion es un punto importante a analizar. Y es allí cuando eso de las dos partes se nota más. Claro que ninguna destaca por su excelencia.
Hasta el intermedio, la película es lo que promete y se desenvuelve a la perfección. Vemos a László Tóth tratar de abrirse paso como inmigrante en Estados Unidos. Su primer momento es de entrega al hedonismo con una visita a un burdel, que ya sale mal. Algo que da pistas de lo que puede pasar. Va allí con Atila, un pariente suyo que, supuestamente, pretende ayudarle, pero lo pone en una habitación deplorable. Él es el primero que se aprovecha de él.
Atila recibe un encargo de Harry de diseñar una enorme biblioteca para la casa de su padre, Harrison. Todo parece estupendo, consigue que le paguen lo que vale y que no lo racaneen como fue la primera impresión del ricachón yanki, pero cuando Harrison llega, los echa fuera de casa. Antes, el director, ha desplegado todo sus conocimientos para prestar atención al trabajo de los materiales y a todo lo que se puede hacer con una buena madera, unos cristales y, sobre todo, una buena luz.
Con este primer encontronazo con un Harrison que muestra la América más racista y despreciable, Tóth se encuentra con un nuevo frente. Atila, su familiar, el que tanto le quiso porque se iba a llevar una pasta, le echa también de su casa de malas formas. Y empieza el primer descenso a los infiernos.
A Tóth le toca vivir en la calle, ponerse en las colas del hambre y vivir de la construcción como puede. Hasta que Harrison vuelve para pedirle perdón, presentarlo en sociedad y proponerle un gran proyecto con el que volver a ser el reputado arquitecto que era en Europa antes de la Segunda Guerra Mundial. Hasta lo alojará en su casa.
Hasta aquí todo bien. Retrato de la podredumbre que esconde el sueño americano y de una América preocupada por el ascenso que contamina incluso al inmigrante con esta mentalidad y que cuyos ricos tratan de aprovecharse de los pobres, ofreciéndoles poco más que las migajas. Uno puede compartirlo o no, pero un guion básico y, sobre todo, muy bien rodado.
Es en la segunda parte cuando empiezan los despropósitos. Si antes ya se vio como gratuito que Tóth se chutara heroína, en esta última parte del film ya es obsceno, gratuito y solo sirve para que el director haga grandes planos del efecto lisérgico que produce esta droga en el cuerpo del hombre. Pero hay más mucho más.
Aparece la esposa de Tóth, en silla de ruedas, con una sobrina. Y justo entonces, parece que Tóth le empiezan a venir unos delirios de grandeza contagiados por Harrison y el brutalismo de su proyecto. Si a eso se le suma el discurso sionista sobre las posibilidades que encuentra la sobrina en irse a vivir a Israel, una violación tan mal rodada y construida que sólo subraya un mensaje de manera torpe y un speech de la esposa a la familia de Harrison que no que hace más que verbalizar el mensaje de la película, ya vemos como el descalabro es monumental.
Todo lo que ha construido el director a nivel visual con ayuda del director de fotografía, Lol Crawley, se vuelve básico y tan reiterativo que resulta obsceno, gratuito y completamente innecesario. ¿Qué es ese epílogo? ¿Qué necesidad hay de explicar el edificio construido, cuando el propio personaje dice que ha de hablar por sí mismo en otra parte de la película? ¿Por qué la adicción a la heroína? ¿Qué aporta? Todo se vuelve muy un sinsentido que hace que la obra se venga abajo y no se pueda rescatar más que por su impresionante puesta en escena, fotografía y técnica.
'The brutalist' se convierte, lamentablemente, en un bloque de hormigón sin el alma que pretende vender el epílogo. Fría y redundante, no es más que otra película sobre la perversión y las falsas promesas del llamado sueño americano. Un mamotreto de tres horas y media tan pesado como el proyecto de su protagonista, para contarnos lo mismo que hacen otros cineastas como Sean Baker, sin ir más lejos, solo que el director lo hace con menos grandilocuencia y mayor ingenio.
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