'La bestia' de Bonello: una experiencia que invita a sentir


La Bête de Bertrand Bonello es exactamente esto. Una bestia cinematográfica en sí misma que crece en cada escena y hasta da la impresión de que coge diversas formas y se hace física hasta el punto de poder tocar a sus personajes y respirar al unísono.

Desde su escena inicial con una Léa Seydoux en un gran croma verde, el realizador parece preparar al espectador hacia un mundo que son varios, los que él quiera y el espectador pueda ver, y en el que parece caber todo. Se abre y se expande más allá de la trama, la imagen, los cuerpos y lo cinematográfico, convirtiendo su visionado en algo genuinamente sensorial.

La hiperadjetivación precedente es acorde a lo que hace Bonello con su cámara, que en ocasiones se tambalea con la temerosa respiración de su protagonista, o se acerca a sus manos en unos planos detalle hasta el punto que el espectador parece sentir la mano del actor (George MacKay) sobre la suya en vez de sobre la actriz.

A eso se le añaden las lecturas metacinematográficas que uno ya puede esperar viendo que su protagonista es actriz. Las referencias a Lynch y a Haneke son más que obvias, por lo que sirva de aviso estas líneas para que el lector se dé cuenta de los niveles oníricos, a veces violentos, y la mayoría de ocasiones turbios que maneja la película. Y seguro que hay otros.

Pero La bestia va más allá. En pleno debate sobre el poder y el miedo que supone una herramienta como la inteligencia artificial, o el poder y el miedo en general, y que siempre parecen ir tan de la mano, el galo plantea una historia ambientada en un futuro muy próximo, 2044. Las máquinas pueden convertir al hombre en seres como ellas, sin sentimientos, fríos, completamente racionales.  La cinta plantea la posibilidad de borrar del ADN los recuerdos y herencias históricas del ser humano para que deje de tener miedo y, sobre todo, de sufrir.

Este proceso tiene unos pasos, por eso. Se enmarcan en un proceso de purificación, mucho más complejo del que sufre Jim Carrey en Olvídate de mí. Si en la cinta de Gondry, los personajes querían olvidar al ser amado, en la de Bonello se plantea si la solución sería eliminar del todo la capacidad de sentir para dejar de sufrir. ¿Pero es esa la solución: dejar de sentir para eliminar el dolor?

Este es la cuestión de partida del director que lo lleva a situar la historia de sus protagonistas en otros dos puntos distanciados en el tiempo, 1910 y 2014. Dos siglos, miedos similares. En concreto, los de la mujer que, incluso con más de 100 años de historia a sus espaldas, no deja de sentir el miedo al hombre, al cambio, al juicio estético, a qué puede suceder si se deja llevar por sus sentimientos, a la reacción de la sociedad, al abuso, a las miradas... Esos vecinos y esas llamadas al personaje de Gabrielle cuando guarda una casa de ricos en Los Angeles. 

Pero atención, eso no hace que Bonello se quede en un dibujo plano y condenatorio de la figura del hombre. En los personajes que interpreta MacKay vemos al hombre resentido por el rechazo de las mujeres que él cree merecer, pero también aquel que quiere a la mujer y que la empuja a dar el salto que no se atreve (claro que es hacia él).


Todo ello queda condensado en un grito que abre y cierra la película. El grito de una mujer que, incluso con todo lo vivido y heredado, se encuentra en ese dilema entre el olvido y el sentir. Atrapada. Como todos. Como el espectador queda atrapado en este viaje tan bestia que propone Bonello y que merece ser experimentado en salas y pasarlo por el escáner para analizarlo en detalle, como se escanea el QR final. Y si no, un segundo, tercer visionado o los que hagan falta. Porque esta bestia es enorme y merece ser devorada y masticada hasta desentrañar todo lo que condensa sin olvidar dejarse llevar y atrapar. Porque al final, lo importante es no dejar de sentir.

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