'Priscilla', Sofia Coppola y ¿la vida que soñamos?

Sofia Coppola lo ha vuelto a hacer. Ha cogido una mujer en problemas, le ha puesto tonos pastel, pestañas postizas y un buen maquillaje y así ha reflejado su más absoluta opresión. Ha mostrado el vacío (y el horror) más perverso de su vida.

Priscilla tiene muchos defectos. Su directora ha querido contenerse cuando no debía y recalcar en exceso su mensaje cuando no tocaba. No hay esas escenas excesivamente videocliperas que exaltan la superficialidad de las vidas retratadas con temas indie rock, solo hay pequeños momentos musicales pero con música más rockabilly y significativa que sólo hacen que recalcar mensajes y situaciones, cuando no es necesario.

Como si quisiera reivindicar que su cine no es tan superficial como parece (y se le critica), la película incluye episodios de violencia que, si bien seguramente fueron muchos más duros de lo que se retratan, resultan incluso exagerados porque se salen del tono de la película. Aquel tono en el que Sofia Coppola se siente cómoda y logra transmitir mucho más (a quién esté dispuesto a ver).

Por suerte, por lo general lo hace. En todo momento, esas imágenes tan bellas y bien musicalizadas convierten al espectador en testigo del terror y sinsentido que puede al que puede llevar vivir el sueño de las estrellas (y el de la misma Sofia).

La cinta empieza con la historia de amor de Priscilla con Elvis, cuando ella todavía era una niña, una preadolescente. En esa edad, uno tiene un sinfín de ídolos o es defensor a ultranza de uno y sólo quiere empapelar su cuarto con sus fotos, posters y recopilar toda la información que se tenga sobre ellos. Conocerlo, por tanto, es sin duda un sueño.

A Priscilla le paso y lo que en su cabeza era una romance fantástico, la cámara de Sofia lo muestra como es: algo completamente turbio, perverso, un juego de dominación, de control y manipulación que, además, es consentido por los padres. La distancia que toma la cámara, la supuesta estética perfecta e idílica con que muestra estos detalles no hacen otra cosa que subrayar lo obsceno y pernicioso que se está viendo. Tal vez esas son las mejores escenas de la cinta.

Igual que la realizadora no ve (o mínimo no se detiene allí) el potencial que había en esos años ni en ese lúgubre pasaje de los primeros años de relación, ni Priscilla ni su madre pueden ver lo que va a venir en sus vidas. La historia sigue, porque hay mucho más.

La protagonista se muda a Graceland. Todo lo que esa adolescente soñó parece convertirse en real. Ya ha pasado por la ingesta de pastillas suministradas por la rockstar, ha vivido cómo la supuesta distancia y respeto que le exige Elvis es un pretexto para él poder acostarse con otras. Pero cae, una vez más en su juego, en sus encantos y psicopatía, como el que vende Hollywood y se queda allí.

Poco a poco Priscilla vivirá la soledad de un gran hogar, el aislamiento en clase y del mundo. Pasa a ser una trabajadora más de la imagen de Elvis. Ella trata de disfrutar de sus pestañas, de su cambio de imagen, de su reputación. Todo ese maquillaje y laca que se pone, no sirve más que para ocultar la tristeza, el desamor y los golpes del maltrato sufrido.

Sí, se le puede acusar a Coppola de jugar el mismo juego. Todo parece bonito, pero entre tanta belleza de la composición del plano, el vestuario, el maquillaje y la peluquería no deja de mostrarse lo perverso de un mundo que no hace más que vender eso, la nada. Pocas veces, la estética de Coppola ha servido tanto para ver que esta no hace mayor efecto que unas pestañas postizas. Resalta los ojos, sí, pero cuando están llenos de tristeza y horror lo que hacen es hacer más visible lo invisible.

Escenas como las del maquillaje, las uñas y la peluquería lo demuestran, pero también esos tensos momentos de la relación inicial, esas clases de tiro o esos planos de la entrada de la casa, siempre con la puerta cerrada. O esas escenas mostradas como supuestos videos domésticos que si bien en el cine sirve para retratar los momentos felices de una vida en familia, aquí encapsulan y enmarcan unas escenas que rezuman una mentira cargada de violencia.

Aunque tal vez, uno de los planos más significativos son los de esa perrita que le regalan nada más llegar, que parece pronosticar lo que va a venir y lo que vamos a ver a continuación. Aparece allí, preciosa, encantadora con su lazo rosa, inquieta, apenas quejándose. Tiene una enorme mansión y jardín a su alrededor para correr y disfrutar, en cambio, ella está allí, al otro lado de la puerta, entre cuatro cercas.

Es Priscilla quien la rescata de esa cárcel. Ella siente que eso ha hecho con su vida. Pero a poco se da cuenta que lo único que ha hecho es poner las vallas un poco más lejos, para que respire un poco más
que en casa de sus padres, pero en su nueva en Graceland, tampoco podrá acercarse a los límites.

Pese a todo, la sensación al abandonar la sala es que, al salir de Graceland, Priscilla empezó a quererse para siempre, como canta Dolly Parton, y que Coppola debería hacer lo mismo. Dejarse de ponerle límites a su estética y disfrutarla, transmitir con ella como saben. Sin ataduras. Porque, a pesar de las críticas de superficial, de esteticista, es allí, cuando no cae en lo que quiere el público y es fiel a sí misma, cuando Priscilla y Sofia funcionan más y mejor. Y se vuelve incluso algo más.

La película, como toda la filmografía de Coppola, opera casi como un reflejo de la realidad actual o millennial. Incluso cuando se trata de un biopic sobre una mujer del siglo pasado, una vez más, la realizadora estadounidense habla del presente y del día a día de la gente corriente. La de esas personas que se sienten fascinadas por unos mundos que brillan y parecen idílicos, pero no ven que bajo el maquillaje, los lujos, los flashes y el dinero se esconden escenas mucho más oscuras e indeseadas de lo que uno puede esperar. Porque de eso habla el cine de Sofia Coppola. Y también Priscilla.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Festival de Cannes: "Grave (Raw)" de Julia Ducournau

Bayona, ¿te acuerdas de Godard?

'Perfect days', un regalo de Wim Wenders