'La zona de interés' o escuchar lo que no se quiere ver

Poco más se puede decir acerca de La zona de interés que no se haya escrito ya. Una vez más, una película estrenada en mayo de 2023 en el festival de Cannes, donde ganó la mención especial del jurado, llega casi nueve meses después a nuestras salas. En medio, la cinta ha circulado por otros festivales y los ríos de tinta elogiándola no se han detenido. Un hecho que, para los que leen críticas, puede ser contraproducente. Uno se acerca al último film de Jonathan Glazer con un hype fuera de lo común y el riesgo a quedar defraudado es exponencial.

Por suerte, el cineasta no defrauda. Todo lo que se ha dicho es cierto. La zona de interés es una película incómoda gracias al trabajo del fuera de campo. El campo de concentración aparece cada tanto al otro lado de la casa de los Höss. Lo que no deja de colarse en el día a día de la familia, en cambio, son los sonidos que llegan de allí. Gritos, disparos, voces de militares es la banda sonora que se cuela en la mente del espectador en la sala sin hacerlo entre los protagonistas, que siguen con su rutina diaria de cuidar plantas, ir al colegio y a “trabajar” sin que nada de eso les espante, ni tan sólo moleste. No ven el Holocausto, pero tampoco lo escuchan. 

Lo único que reciben de lo que hay al otro lado del muro de hormigón que los separa del campo de Auschwitz es ropa. Prendas que se reparten entre ellos y sus amigos o dientes con metales con los que los niños juegan. El único que parece alterado por todo lo que sucede a su alrededor es el perro. Un can que no deja de moverse inquieto. ¿Por el ruido? ¿Los olores? ¿Las llamas que salen de las chimeneas que se ven de lejos?

Glazer aprieta las tuercas de la incomodidad lo justo, pero suficiente para sentirla sin parar. No hay nada que se muestre, sólo crece en el espectador la perplejidad, la incomprensión y el malestar al ver que la esposa, Hedwig (una excelentemente fría Sandra Hüller) se niega a marcharse de allí cuando desplazan a su marido, militar, del campo. “Estamos llevando la vida que soñábamos”, le espeta. Poco lo importa a costa de qué. Ni de quién.

Las imágenes limpias, perfectamente encuadradas y ordenadas de Glazer parecen representar esa vida idílica que viven, claro que él no comulga con ella. Es por eso que muestra de forma sutil cómo consiguen esa casa perfecta, esa vida perfecta. Y lo hace sin mostrar y, sobre todo, con el trabajo de sonido

Lo muestra ya desde el principio. A Glazer no le importa dejar la pantalla en negro durante los cinco primeros minutos del metraje, tras los primeros créditos. El espectador sólo escucha, en ese momento, sonidos de la naturaleza y de niños jugando. La vida de cuento de los Höss. Eso mismo lo hace en varios momentos, pero durante menos tiempo, cuando vemos que ese bucolismo era ajeno a la realidad. Hay fundidos a rojos, a negro y allí el sonido se amplifica. Un subrayado que no enfatiza de forma baladí, sino que supone un golpe más al espectador. Si Glazer empezó poniendo imágenes a la música, en los brillantes videoclips realizados, en su última película pone el sonido a las imágenes. Unas imágenes que no se ven.

Pero sin duda, se guarda un as bajo la manga. La escena final. Aquella en la que el protagonista mira por el pasillo, pero sobre todo a la cámara y al espectador, y se muestra el presente. Hemos estado cerca de dos horas condenando a los nazis. Es hora de mirarnos a nosotros. Allí es cuando La zona de interés da la estocada definitiva al espectador. Y sin recurrir a los ruidos del Holocausto, sólo viendo qué hacemos con ello y tantos otros genocidios.


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