¡Megalopolis': cuando la ambición y el dinero no lo pueden todo


Todo lo que han leído de Megalopolis es cierto. Es, directamente, infumable. No es para andarse con rodeos. La pretenciosidad de Francis Ford Coppola sólo revela que la ambición de sus personajes sale, directamente, de su pluma y, por tanto, de él.

Durante toda la cinta, uno de deja de preguntarse si el responsable de El Padrino no ha hecho esta película para redimirse de su ambición e incluso de su lujuria en otras épocas. Y más cuando uno ve que la cinta está dedicada a su mujer Eleanor, recientemente fallecida. Pero bueno, eso sería entrar ya en temas muy personales.

Megalopolis quiere ser digna de su nombre y del creador de la misma en la ficción (Cesar Catalina) y en realidad (Coppola), pero falla en el intento. No se ve una obra magna, ni siquiera un ejercicio de estilo monumental. Más bien luce como un artefacto de efectos que quieren ser espectaculares y lo único que remarcan es que pretenden ser un lazo dorado para tapar lo que hay debajo, nada.

Los más fans pueden alegar que el film está cargado de contenido. No, venir cargado de ideología o, si se quiere rebajar el tono, de un punto de vista sobre la situación de la sociedad y la política del mundo, no es contenido. No basta. Y más cuando se recurre a una supuesta poesía tan plana, fácil y burda como el de Megalopolis.

Aquí va lo que se vende complicadísimo: comparar la caída, ambición y corrupción del Imperio romano con Estados Unidos. Una comparación tan obvia que no llegaría al ridículo que alcanza si su director y las frases que le hace decir a sus personajes no se creyeran que están presentando al espectador una fábula jamás contada.

Todo es facilón. Desde la trama a los nombres de los protagonistas. Cesar Catalina (Adam Driver) es una especie de genio iluminado, algo así como un Gaudí yanki con ínfulas de mesías. Cree haber descubierto un material con el que poder construir y reparar cualquier cosa: desde edificios hasta ciudades enteras, incluso curar enfermedades. Y claro, es un ídolo de masas. Frente a él está Franklyn Cicero (Giancarlo Esposito) el alcalde de Nueva Roma, ciudad que luce tal cual es Nueva York, torre Chrysler incluida. Por si a algún despistado le cuesta pillar de qué se habla aquí.

Bien, Cicero (ya tenemos dos/tres nombres de la historia de Roma) es de esos políticos enemigos de las proclamas de esta especie de visionario que asegura que puede cambiar el mundo. El alcalde apuesta por una política moderada, que deje las cosas como están. Corrupciones y desigualdades incluidas. Claro que su hija Julia, cual Brutus, traiciona a su padre y se enamora de Cesar.

Y entremedias, está la trama de los Catalina. Cesar es sobrino del mayor banquero de la ciudad, Hamilton Crassus III (Jon Voight), que le tiene en gran estima. No así el nieto de este y primo de Catalina, Clodio Pulcher (Shia Labeouf), amante de la fiesta, de los excesos y el poder. Tanto que se aliará con una ex de Cesar y nueva novia de Crassus para conseguir su objetivo, tener el control del banco.

Todos los ingredientes están servidos. Un genio loco, un político tibio, un heredero ávido de poder y fortuna, una ciudad tomada por unos ciudadanos que creen en los mensajes populistas y gente que sólo se mueve por el dinero. Todos, a excepción del supuesto artista. Claro, que no sabemos si Coppola ha pensado en que, su personaje, pertenece a una buena familia y así muchos pueden dedicarse a la creación.

Todo le sale mal a Coppola. Porque con estos ingredientes, incluso siendo unos tópicos mil veces vistos, pueden vestirse con dignidad. No es el caso. Aquí hay aires de grandeza. Ganas de decirle al espectador que está ante una película que hará historia. Para ello, no escatima en presupuestos, referencias históricas y hasta literarias --ese ridículo recitado de Hamlet por parte de Cesar--. Tal vez, ese es el principal fallo de Megapolis. Su ambición, sus ganas de ser una historia jamás contada cuando es de lo más visto. Aquí no hay nada original. Ya no es porque se base en la novela H.G. Wells, sino por esos aires, esa presuntuosidad, ese despliegue de medios para contar una evidencia y hacerlo sin gracia.

El hecho de que todos los personajes estén cargados de clichés, hacen que no respiren. Son meros muñecos al servicio de un mensaje que se quiere dar. A eso, se le añade la voluntad de Coppola de querer llenar la trama con historias y escenas que no aportan nada, especialmente las escenas eróticas y de súplica... Roza lo patético. Nada se sucede como se piensa el cineasta que va.

Megalopolis es, pues, una película completamente fallida. La prueba de que la ambición es muy mala a la hora de dirigir y que el mensaje no es excusa para hacer cualquier aberración. Por muy cara que sea y aunque venga de un director de cine que pasará a la historia por cintas como El padrino, Apocalypse Now o Dracula, pero nunca por esta. Bueno, si es su última película (está difícil que pueda volver a levantar otro proyecto con lo endeudado que está por semejante obra fallida) puede que queda como el film que puso en evidencia la ambición del realizador y que eso no siempre da buenos resultados.



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